jueves, 17 de diciembre de 2009

4- Santa Cecilia

Era el día de la música y Fernanda había insistido mucho con el recital de los ganadores de un concurso de imitadores de Los Beatles en el Luna Park.

Rubén no había sido muy amante de la música, pero recordaba bien las imágenes del entierro de John Lenon. Después de ver las fotos de sus fans en el lugar del hecho, investigó toda la historia de los cuatro de Liverpool pero nunca escuchó ni una canción, sabía los nombres y alguna melodía, talvez Yellow Submarine o Help! Por eso no dudó en ir al concierto.
Quedaron en encontrarse en una esquina de Corrientes. Puntuales llegaron los dos al mismo tiempo, livianos sin el equipo de 15 kilos colgando del hombro, a los dos les faltaba algo, caminaron apoyados el uno en el otro hasta el momento de entrar. El estadio estaba completo. El escenario dando a la calle Bouchard y enfrentada unas 400 plateas, a los costados, detrás de una reja, la gente sentada en gradas y más atrás, banderas con el nombre del grupo escrito en aerosol.
Tenían la fila 17 al centro. Lo más parecido que había vivido en su vida, fue una visita al Colón con la escuela primaria, en cambio Fernanda asistía por lo menos una vez por semana a algún concierto y mientras esperaban que comience, ella le contaba los diferentes espectáculos que había visto en ese lugar.
En un momento ya no soportó tanta información y le agarró la mano fuerte; con un gesto le pidió que se callara y ella entendió. Pasaron unos segundos, se oscureció todo y empezó a sonar una pandereta. La luz del escenario se encendió con las voces, los cuatro músicos ubicados en tarimas redondas como si fuera una presentación para la televisión en blanco y negro. Adelante, los apócrifos, Lennon y Mc Cartney; atrás al centro la batería en una imitación perfecta y a un costado a la derecha, la reproducción de George Harrison.

Canciones cortas, una tras otra, sin respiro. Cerró los ojos y escuchó con tanto gusto que no se podía desprender de esos sonidos, fue poniéndose de buen humor al punto de pesar que era de día y que la música en si misma tenía su propia luminosidad y se preguntó si siendo ciego podría sacar fotos, imposible, pensó; en cambio el músico compositor, podría perfectamente hacerlo siendo sordo.
Esa misma noche compró en una disquería del centro, la colección entera de los Beatles, un compilado de Jimy Hendrix y otro de Janis Joplin.

Así la música empezó a ser parte de él, recorría disquerías buscando melodías y canciones que lo conmovieran.
Los boleros fueron de un poder enorme, lo llevaban de la nariz o más bien de los oídos a momentos remotos de su vida. Desempolvó la imagen de su madre en la cocina con el delantal a cuadros verdes meneándose al tiempo de Sabras que te quiero por Armando Manzanero, mientras cocinaba una tarta de manzanas. Encontró el disco, en una mesa de saldos: Las canciones que quise cantar, cada tanto lo escuchaba y a medida que pasaban los temas, iba sintiendo los aromas de la tarta en sus diferentes momentos de cocción.
Sus visitas al pasado lo obligaron también a recordar a su padre, un hombre bastante mayor que su madre, pintaba retratos con carbonilla a los niños en las plazas. Era muy callado, casi no le conocía la voz y cuando cumplió trece años, murió durmiendo con el gesto tranquilo y amoroso que lo definía. A él, lo evocaba escuchando: A song for you, se dio cuenta de que su padre le había dejado una impronta, una marca de pasión por la imagen, más específicamente por el retrato.

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